lunes, 17 de febrero de 2014

Al marchar

Me quedaba una sola opción para mi reencuentro, cortarlo todo y salir de aquel espacio que cada día me castigaba más y más, en ocasiones jugué con la locura de arrancarme pequeños pedazos de piel para saber que estaba vivo y que la sangre corriese por mis piernas como un detector de nervios rotos, un interconector entre mi loca cabeza y el infierno que jugaba con ella. Yo era un Dante sin Virgilio, aferrado a un continente incontenido, viejo y moribundo en las ideas. Sólo me quedaba el recuerdo en el paladar de un mango maduro y de algunas arrugas de mi madre. Me despedí llorando de Madrid, la mire con ternura masoquista de un hijo marchito y marchante, a ella que lo recibió sin amarguras, ella que nunca quiso ser su ciudad porque era demasiado fría. Puse los pies en el avión y una monja filipina se sentó a mi lado. La mire con insistencia porque nunca se viaja con dios tan cerca. En parte se aseguraba que no pararía en ningún sitio ni para comerme un bocadillo. Quería tener la certeza que sólo México DF sería mi corto hogar, mi paradero de descanso antes de seguir viaje.

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